Parece ayer cuando celebré el cumpleaños de Nerea y el de Nico, la tercera semana de junio. Mi cuerpo ya estaba predispuesto para el verano, sinónimo de una existencia que parece dilatarse, de la compañía de familia y amigos, de días para la ensoñación y la lectura pero también para salir a correr sin prisas, sin que te esperen compromisos, por sitios llenos de vida y que, muchas veces, acabas de descubrir.

Cumple

El verano huele a sal, a montaña, a piel. La vida “efervesce” en su apogeo y aguarda a mi cumpleaños marcado por el fuego de Leo. En un suspiro, semanas después, estaba en la boda que tanto esperaba de Edu y Raquel en Cangas de Onís, en Asturias. Los veía en el altar en julio y pensaba: “¿en serio han pasado casi siete meses desde que estuvieron en mi casa celebrando la llegada del 2015?” Ahuyenté ese vértigo con otros pensamientos y con los vinos y los canapés que ofrecían las camareras que danzaban entre los invitados. Qué gran boda.

Esa fue también la primera semana de convivencia con Ángel Miguélez Torre y María Luisa, su esposa, que viven en Santander (Cantabria). Ángel es hijo de Juan Miguélez, “el Chimenea”, hermano de mi abuelo Francisco. Uno emigró a México, el otro se quedó, y no se volvieron a ver. Así se construyen las familias, así se configura el mundo, por mucho que pretendan imponerle fronteras artificiales.

Me recogieron en la estación de autobús, me llevaron a su casa, muy cerca de la playa de San Juan de la Canal. Había pasado por ese lugar, pero ese lugar no había pasado por mí hasta que salí a correr esa misma tarde. Uno descubre los lugares cuando se encuentra preparado para ellos. Chow Mo Wan, personaje de la película 2046, del brillante Wong Kar Wai, lo expresó en su película 2046: “Todo en cuanto al amor es una cuestión de tiempo. No es bueno encontrarse con la persona adecuada muy pronto o muy tarde”.

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Qué atardecer, qué Mar Cantábrico tan inmenso y tan eterno. Al volver me esperaba un agasaje casi tan grande como el del desayuno del día siguiente, antes de ir a Cangas de Onís para la boda. La familia de Santander ha sido de los mejores anfitriones que he encontrado en 34 años. Gracias por convertir la sangre y la familia en un vínculo humano lleno de posibilidades enriquecedoras. Volví a Madrid para trabajar unos días.

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A las pocas semanas volví a Santander con mi hija María, que descubrió a la tía “Maura Lisa”, a “Árgel”, a su hija Marina, a “Rúben” (sí, ponía el acento en la u), otro sobrino pero del lado de los Torre y una gran persona, y a la perrita Mika, a la que ella llama “Nika”.

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María, con su bendito carácter fuerte, confirmó lo que ya sabíamos: es un ángel, una persona dulce y sociable a la que le apasiona descubrir el mundo y comunicarse. Supongo que todos los padres tienen descubrimientos muy similares pero, como ésta es mi hija, “os jodéis”.

Yo también descubrí cosas. Encontré nuevos lugares como siempre que salgo a correr en lugares alejados de mi hogar habitual. Un día fui por la carretera CA-231. Llegué “por casualidad” al Parque Natural de Valdearenas, pues en lugar de escuchar las indicaciones de Ángel, subí un cerro desde el que se divisaba el famoso pinar de Liencres, donde él realizó entrenamientos cuando entrenaba para ser bombero. Así descubrí las playas de Covachos, Arnía, Somocuevas, Portio… En muchos momentos tenía que parar para contemplar el estruendo de las olas y el reflejo del sol que se colaba entre las nubes negras hasta el manto azul marino. Como en American Beauty, a veces la belleza de las cosas nos supera.

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Tuve la oportunidad de ver a mis amigos Enrique y Alexandra a quienes conocí en un viaje a Cuba y que tienen un hijo de la edad de María. Pasamos una tarde tan estupenda en la Playa del Sardinero que Martín quería que María fuera a conocer su casa.

Y así se fueron nueve días y, dos días más tarde de la vuelta a Madrid, me quedaba solo, con poco más de una semana de vacaciones. El postre. Me fui a Oviedo a visitar a Javi, un gran amigo al que conocí por el Taller de Periodismo Solidario. Qué afortunado he sido en tantos encuentros que me han abierto mi profesión y mis circunstancias laborales.

De la estación de autobús fuimos en coche hasta donde empezaríamos el primer entrenamiento de pretemporada de su equipo de fútbol sala. Será una bicoca, pensé, acostumbrado al fútbol en campo grande. Pero su entrenador, Juny (imagino que por Juninho), resultó ser un tipo sacado de una película como Die Hard: 14 kilómetros hicimos… ¡el primer día! Y 13 el segundo. Menos mal que al tercero ya nos tocó jugar con un poco de balón.

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El cuarto volví a Santander para ver a la familia. Una gran comida y, por la noche, fui con mi prima Marina a la Feria Intercultural que se celebra en Santander y luego a un bar escondido donde me inflé a Chimmay y a mojitos como si fueran agua. Menos mal que existe el Paracetamol. Había convivido con mi prima Marina, pero hasta ahora que la conocí en su madurez no pude ver la gran persona que es y todo el potencial que tiene por su constancia, su inteligencia y su bondad. En su relación con Ángel reconozco la mía con mi propio padre.

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El viernes, a la vuelta en Oviedo, me fui con Javi a la zona de las cervecerías. Tenía la sensación de que me encontraría a alguien que conocía y la intuición no me falló: aparecieron unos amigos de Miguel Humanes, un gran compañero de equipo en el Escuder, donde jugué durante cuatro años. Otra gran noche de cerveces. Nos quedamos hasta las tantas a pesar de que al día siguiente teníamos que ir hasta Luarca en un autobús para las fiestas, que para nosotros duraron de las 14:00 a las 4:00 del día siguiente. Poca cosa.

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Rematé mis vacaciones con la visita al estadio Carlos Tartiere para ver al Oviedo con algunos de la peña del Oviedo con los que habíamos compartido las fiestas de Luarca. 2-2, partidazo. Al terminar, como no deseando que acabaran las vacaciones, fuimos a un bar para ver el partido del Sporting de Gijón contra el Real Madrid. Por mucha rivalidad que hubiera entre Oviedo y Sporting, nos alegramos por el tropiezo del Real Madrid.

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A la mañana siguiente me despedí de mi compadre y puse rumbo al monte Naranco, que subí y bajé corriendo como si se tratara de un ritual. No podía despedir mis vacaciones sin conquistar corriendo aquellas vistas de un lugar que parecía lejano a mi ciudad de origen, pero que está a pocos kilómetros de muchos de mis antepasados. Doy gracias.

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Cada año siento en el estómago dos sensaciones que son el haz y el envés de eso que llamamos verano, sobre todo desde el momento en el que me fui de México a Estados Unidos para mis estudios universitarios y luego a España para “probar” una nueva vida, sin sospechar que echaría raíces tan profundas.

Las casi imperceptibles subidas de temperatura en marzo y abril tras meses que parecen años sumidos en el frío, en la penumbra, junto con el brote de hojas y de flores en los parques madrileños, activan cierto switch que empieza a agitar mis alas internas y me predispone a volar. Estas sensaciones no tienen nada que ver con la mentira del “estrés post-vacacional” que venden tantos medios de comunicación. Imagino que sentirán estrés quienes no tengan un trabajo al que volver.

Ansío la llegada de los veranos para tener momentos de paz que me ayudan a re-encontrarme. Este año me tocó en Cantabria y en Asturias, pero fui muy feliz también en Dénia el año pasado, en Marbella, en Zahara de los Atunes, en la Sierra de Gredos o en el Pacífico de México y en la capital de mi país. Lo importante es encontrar ese rincón.

Dénia

Por eso, cuando empieza a soplar un aire más fresco, los días empiezan más tarde y terminan antes, uno empieza a sentir algo en el estómago: el vértigo del fin del verano. Y vienen recuerdos como el del año pasado: volvía de un pueblo cerca del hotel, en Dénia, después de ir a comprar algo para mi hija. Cerré la puerta del coche y miré hacia ese cielo surrealista de contrastes azules y naranjas detrás de las palmeras, ya casi negras porque el sol se metió detrás del Montgó. Se me comprimió el estómago como todos los años. No, no es estrés post-vacacional. Se llama nostalgia. Acabamos de quemar una nueva etapa, llega el otoño como metáfora también de la vida; caemos en la cuenta de que la vida se escapa como arena entre los dedos y que más vale vivirla al máximo.

Carlos Miguélez Monroy
Periodista

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