Gracias, Ana María Matute. Con tu mirada inocente y aguda conocí mejor España, un país que me acogió desde hace diez años.


Matute

Compré Los soldados lloran de noche, La trampa y Los hijos muertos porque las portadas me impresionaron en aquella tienda de autoservicio. Iba con mi familia a Barcelona desde Zaragoza. Mi primera vez en España, en la “vieja” Europa, pero para mí un mundo nuevo, lleno de posibilidades.

Entre los tres hermanos nos habíamos empinado tres botellas de vino de mesa con la comida, que harían estragos en nuestras cabezas y nuestras vejigas durante todo el viaje. Recuerdo las blasfemias de mi hermano mayor porque el autobús no paraba, mientras yo intentaba leer las contraportadas de los libros recién comprados con una borrachera que más tarde se convirtió en resaca y que golpeaba las sienes mientras veíamos La Sagrada Familia y el barrio gótico de Barcelona.

Hasta entonces no había visto el nombre de Ana María Matute, que pocos años después obtendría el Premio Cervantes. Se apagó hace unas horas su mirada inocente y aguda, que me sirvió para conocer y entender mejor el país que más tarde me acogió. En agosto se cumplen diez años de trabajo, de experiencias, de nuevas amistades y de un proyecto de vida y de familia.

Pero ni siquiera lo intuía en aquel viaje, con tan sólo 18 años. Había leído poco hasta entonces, aunque adivinaba la importancia de las lecturas para el periodismo, carrera que comencé un año más tarde en Indianápolis, a pocos kilómetros de donde la escritora dio clases como profesora invitada, en Indiana University, además de la Universidad de Oklahoma y la de Virginia.

Mi lectura de esas novelas sobre la  Guerra Civil española comenzaron con las imágenes de esas portadas, y con esos títulos que sugerían historias llenas de exilio, de desgarro y de un dolor que en cierta forma flota en mi entorno familiar desde que llegara a México mi abuelo paterno, el español, el asturiano, pocos años antes de que estallara la Guerra Civil. Un dolor tan viejo como el de su pierna coja que nunca terminó de sanar. ¿La habremos sanado ya sus hijos y sus nietos?

No leí una sola línea hasta dos años después, cuando estudiaba el segundo año de carrera. Disfruté, aunque con dolor, la crudeza con que la autora describe la derrota, el hambre, la miseria, la barbarie del fratricidio, la traición, el frío, la tristeza. Recuerdo las atrocidades de uno y otro bando antes de que me hiciera una idea más clara de lo que había sido la guerra; las secuencias del penoso exilio a Francia, el regreso en un contexto de miseria, las familias cercenadas y rotas.

Me decepcionó la respuesta que me dio mi padre cuando le pregunté sobre las ideas políticas de mi abuelo. Había llegado a pensar que el contexto político había influido en su exilio y en nunca haber vuelto a su país, pero no fue así.

“Tu abuelo no era franquista, pero solía decir que España necesitaba mano dura porque los españoles eran muy anarquistas”. Pasados los años, he interpretado que el concepto de “orden” en mi familia tiene ahí parte de sus orígenes y en mi abuela, y quizá mucho más atrás. Esto puede explicar porqué, desde niño, rechazo con violencia el autoritarismo, la “mano dura” y ciertas manifestaciones de “orden”.

Hoy que ha muerto la escritora vuelven todos estos recuerdos, mezclados con los personajes que imaginaba cuando devoraba sus libros en un sofá. En aquellos veranos se dilataba el tiempo sin saber que vivía mis años de mayor libertad y menor responsabilidad. Años de expansión, de inocencias perdidas y de nuevas inocencias, de reflexión y de imprudencia, de sosiego y de desasosiego, de convulsión y de serenidad. Todo junto.

Hace poco había vuelto a caer en mis manos Los soldados lloran de noche, que he releído como si se tratara de un libro distinto al que leí con 20 años de edad. Ha cambiado mi perspectiva después de leer artículos, novelas y visto tantas películas sobre esa Guerra Civil que aún no cicatriza en el pueblo, o en los pueblos, españoles. Se nota en los debates sobre cuestiones políticas, religiosas y de ideología, con posturas enrocadas y defendidas por lealtad al clan. Si la memoria forma parte de la reconciliación y de la justicia, como recordara el subcomandante Marcos, entonces miradas como las de Ana María Matute ayudarán a cerrar las heridas abiertas y a cicatrizarlas por fin.

Carlos Miguélez Monroy
Periodista

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